31 de agosto de 2009

Bostezos

Otro día más. Pantuflas, agua en la cara, cepillo, toalla y el reflejo de siempre pero más despeinado. El reloj lo apuró pero la corbata no quería terminar de anudarse. Su pesimismo le decía que no iba a llegar a tiempo a la oficina. Pero siempre llegaba justo. Se terminó de poner el saco con la clásica mueca de asco y salió. Mientras iba hacia la escalera vió de reojo que una señora estaba esperando el ascensor. Pensó estúpidamente que él iba a llegar abajo antes que ella y esbozó una mueca que no era sonrisa. Bajó los escalones de dos en dos sin miedo a resbalar porque los zapatos eran nuevos. Llegó al hall del edificio y miró hacia el ascensor, la luz del uno se estaba encendiendo. El sillón negro de cuerina estaba del lado derecho del hall, justo debajo del cuadro de la mujer con paraguas amarillo. Le pareció que eso no estaba así ayer, pero José vivía cambiando las cosas de lugar desde que lo había dejado su mujer.
Salió a la vereda, la calle, el smog, la sinfonía descontrolada de bocinas. La boca del subte se abrió a veinte metros, como esperando alimentarse de esos peatones que se metían en sus fauces para ser expulsados por otra boca, en otro lado. Bajó las escaleras, también de dos en dos. Fue directo hacia el molinete porque siempre tenía un viaje de más en la tarjeta. Se encontró con dos señoras viejas y chismosas que le impedían el paso en la escalera mecánica. Resopló, y el pelo de lunes rebelde se levantó. Con la mano derecha buscó el peine de albergue transitorio en el bolsillo derecho de su pantalón. Pero no estaba. Con esa misma mano trató de aplastar a los rebeldes con la ayuda de los restos del gel barato. Se metió por la puerta del subte dejando a la bocina en el andén. Flotaba un olor a café rancio que le hizo acordar al trabajo. Había poca gente en el vagón. Aprovechó para sentarse al lado de la puerta del costado izquierdo. El andar tosco del subte lo invitó a la siesta. El yate, el agua, Paula le pidió que le pase protector solar por el pecho, él lo hizo suavemente, Paula tomó su mano derecha y la llevó hacia abajo y la bikini… “Estación terminal, por favor desciendan todos los pasajeros”. Otra vez la bocina. Su cuerpo saltó del asiento y llegó a pasar a través de la puerta salvando a su tobillo izquierdo de la decapitación. Cambiaron las publicidades alcanzó a pensar antes de que la escalera mecánica se meta bajo sus suelas.
Otra vez de dos en dos y las bocinas le pegaron en la cara con toda la crudeza de una mañana de lunes con el sueño a medio terminar. A diez metros el kiosco de diarios. A la derecha del kiosco el hall de su rutina. Entró sin saludar, como siempre. Subió al ascensor, marcó el cinco con la mano izquierda mientras su mano derecha tapaba un bostezo maratónico. Se abrió la puerta, salió y giró a su derecha. Movió la cadera hacia su izquierda para esquivar algo que no estaba. Se ajustó el saco y miró su reloj antes de pasar por la puerta. Levantó la vista y se encontró con Ana. Aunque esto no era del todo cierto: la Ana que él conocía era morocha y de unos cuarenta años. La que estaba delante suyo no tenía más de veinticinco y era pelirroja. “Ésta no es la oficina de Kramer y Asociados” le dice con un gesto serio. Es más, ni siquiera existe tal firma en este edificio. Él gira sobre sus zapatos nuevos y masajea sus ojos con los dedos de la mano derecha. No es su oficina, no caben dudas. Sale al pasillo empapelado pastel que es muy parecido pero sin la máquina de café a la salida del ascensor. Baja los cinco pisos y la puerta se abre al hall. Los cuadros impresionistas vigilan sus pasos hasta la puerta. Y otra vez la calle. Mira la dirección del edificio: no es Callao. El maxikiosco de Pablo no está y el que atiende el kiosco de diarios es canoso. Encima lo empieza a mirar mal. Tartamudea unos pasos hacia la esquina. Quiere preguntarle por Callao al viejo que mira la vidriera. Pero el viejo no responde, y aprieta con más fuerza el bastón. Caras, barbas, corbatas, maletines le pasan por los costados, lo rozan, lo chocan. La masa de trajes lo obliga a ir hacia la esquina. Le pregunta a una chica de rulos por Callao. La chica apura el paso sin mirarlo.
Lleva la mano derecha al bolsillo para buscar su celular: tiene que avisarle a Víctor que va a llegar tarde, que… ¿no encuentra la oficina?. El celular no está. Ve un locutorio en la vereda de enfrente. El semáforo se pone en verde. Cruza. Cabina tres. El dedo índice le tiembla y no puede apretar el cuatro. Marca el teléfono de la oficina: “no es un usuario en servicio”. Intenta otra combinación, en lugar de tres cinco piensa que puede ser cinco tres. Pero no. Sale del locutorio y camina hacia no sabe dónde. La boca del subte parece tener más hambre que hoy a la mañana. La gente entra y la boca se los mastica derramando baba hacia sus lados llenos de dientes, la misma gente que lo mira y le hace muecas de asco y se ladran unos a otros mientras las bocinas zumban en una sinfonía más descontrolada que se mete por su oído izquierdo y siente como le pisan las neuronas una por una y avanzan por su nuca y se juntan en su frente y ¡¡¿Taxi!!?Lleveme a, lleveme a…

Diego M