De golpe te encontrás a once mil novecientos metros de
altura, a ochocientos y pico de kilómetros por hora: te sacuden, te sentís
aturdido, como secuestrado. Al principio no sabés que hacer con tu tiempo.
Después te acomodás, escuchás música, ves películas, leés, sonreís mucho. Vas haciendo
todas esas cosas que te encanta hacer pero que sólo te las permitís en
vacaciones.
De repente, te encienden las luces, te abren una puerta y
aparecés en otro lado, a miles de kilómetros. ¿Magia? Puede ser, y contracturas
también. Pantorrillas, espalda y tobillos declaran que, después de 12 horas de
vuelo, tendrían que darte gratis un dia de spa.
¿No es extraño que hayas tenido que separar los pies de la
tierra para poder volver a escribir algo? Lease “algo” que no llega a ser “algo
decente”. Estas líneas se sienten como cuando un ingeniero, después de
proyectar y llevar a cabo decenas de obras, y luego de un tiempo prolongado de
bloqueo (¿existe el bloqueo de los ingenieros? ¿es por falta de ideas o de
financistas?) En fin, decía que es como cuando un ingeniero arregla la puerta
de su alacena con un martillo y dos clavos: es volver a sentirse útil, darse
cuenta de que todavía podés arreglar algo, cantar algo, escribir algo. Todo
sirve. Disfruten del viaje.
Diego M
1 comentario:
buenísimo encontrarte, Monrroy...
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