El obrero trabaja solo en el turno noche. Esto no fue así durante toda la semana, su compañero vino el lunes y luego lo abandonó misteriosamente.
Las tareas asignadas no son de las que más le gusta realizar, pero la tranquilidad de la noche compensa el esfuerzo, con el mate y la música de los Redonditos de ricota como fieles compañeros. La fábrica emite leves ruidos en toda su estructura, pero el obrero sigue con sus tareas, está acostumbrado ya. No le importa que sea la primera vez que está solo de noche, ni que la noche sea tormentosa, ni que sea la primera vez luego de la historia del fantasma. Todas las fábricas tienen historias de fantasmas, no es novedad para él. Los tópicos se repiten: muerte trágica, sufrimiento, dolor, luego el andar errante, los ruidos, la sombra que se ve a lo lejos, los gritos y las voces.
Por eso el obrero, perdido en el repiqueteo de su martillo y en la melodía de “Todo un palo”, no ve con el rabillo del ojo a la sombra que se aproxima. Su mente está embebida en música, la música que lo hace olvidar de los problemas y lo acerca a la hora de salida, al descanso reparador. Algo se cae detrás suyo, pero el obrero no escucha. Levanta el brazo derecho simulando ser el Indio Solari, aunque los músicos no desarman estanterías a las 3 de la madrugada, pero eso al obrero no le importa. Cuando el martillo inicia su carrera descendente hacia el metal, una mano fría se posa en su hombro. El cuerpo se transforma en hielo y la mente pierde la coordinación. El martillo pega de lleno en su mano izquierda, pero no le duele. Siente el aliento frío sobre su hombro. Nunca más va a trabajar de noche, nunca más, si es que hay otras noches. La mano fría afloja su presión, la boca se acerca al oído del obrero, el obrero reza el padre nuestro aunque no lo sabe bien, tiembla, reza y tiembla. Las palabras llegan apagadas.
- Tratá de hacer menos ruido. No puedo descansar en paz.
Y se va.
Diego M