Su madre le había recomendado ir a la iglesia, que la fe salva, que Dios siempre le da una mano a quien la necesita. ¿Dios?, ¿qué dios?, sólo un jefe inoperante podría estar al mando de ésta locura.
Ahora él estaba dentro del Falcon gris de un amigo esperando el momento exacto para dar el golpe. Eran las diez y media de una noche hombrelobuna. Sintió el seguro de su cordura desactivándose. La luz de la habitación de su casa se había apagado hacía unos minutos. Cruzó el jardín en donde había jugado tantas veces con su hijo. Se detuvo ante la puerta y sacó sus llaves del bolsillo izquierdo. Su pulso no lo ayudaba, pero encontró la adecuada. Metió la llave en la cerradura, giró el picaporte y abrió. Lo recibió el aroma del algarrobo. Las lágrimas comenzaron a quemar sus mejillas. Sus zapatos saborearon la escalera lentamente, peldaño a peldaño. En su bolsillo derecho, las monedas golpearon el metal de la pistola. Atravesó el pasillo. Fue directo a la segunda puerta de la derecha. Los gemidos del otro lado le dieron el empujón final hacia el abismo. Y entró.
Diego Monrroy
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